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Sin licencia para curar
Esta es la historia de Arigó, un
curandero brasileño de los años 50, quien fue una de las figuras más
intrigantes de la historia de la medicina esotérica.
Esta historia yo la obtuve de un
libro llamado “Inverosímil” de Selecciones del Reader´s digest: Sin licencia
para curar
Arigó se llamaba en realidad José
Pedro de Freitas. Hijo de agricultor, había nacido en el distrito brasileño de
Belo Horizonte en 1918, y el apodo de Arigó se lo dieron de niño.
Ya cuando iba a la escuela sufría a
veces extrañas alucinaciones. Veía una luz cegadora, y en ocasiones oía una voz
que hablaba en una lengua extraña. De joven, fue a trabajar en una de las
cercanas minas de hierro, y a los 25 años había sido elegido presidente del
sindicato. Tras dirigir una huelga de protesta contra las brutales condiciones
de trabajo, fue despedido. Entonces empezó a ganarse la vida como encargado de
un bar en el pueblo minero de Congonhas do Campo.
Los sueños que ahora empezaron a
invadirlo por las noches, dejándole a menudo un gran dolor de cabeza, eran más
difíciles de afrontar que los de su adolescencia. Veía la sala de operaciones
de un hospital, donde un hombre calvo y corpulento se dirigía a un grupo de
médicos y enfermeras con la misma voz gutural que había oído de niño.
Profundamente afectado por la repetición de los sueños y las jaquecas, Arigó
iba a menudo a pedir ayuda a la iglesia de Bom Jesús do Matosinho.
Allí tuvo una visión del médico de
sus sueños, quien le reveló su identidad. Le dijo que era el doctor Adolpho
Fritz, muerto durante la Gran Guerra. Su trabajo se había visto así
interrumpido, y lo había elegido a él, hombre de natural compasivo, para
continuarlo. En adelante dijo Arigó, sólo encontraría la paz ayudando a las
personas enfermas y afligidas que tenía a su alrededor.
Las pesadillas y los terribles
dolores de cabeza continuaron durante varios años. Después, en 1950, los
acontecimientos escaparon al control de Arigó.
Ese año había elecciones y uno de
los candidatos que visitaron Congonhas fue Lucio Bittencourt, defensor de los
mineros del hierro en su lucha por lograr mejores condiciones de trabajo. En
Congonhas conoció a Arigó y le impresionó tanto su apasionada defensa de la
causa de los mineros que lo invitó a asistir a un mitín en Belo Horizonte, la
ciudad más cercana. Al aplazarse el mitín, Bittencourt invitó a Arigó a pasar
la noche en el hotel donde él se alojaba, El Financial.
Arigó ignoraba que Bittencourt
padecía cáncer de pulmón y su médico le había aconsejado una inmediata
operación en los Estados Unidos.
Cuando esa noche Bittencourt estaba a
punto de dormirse, se abrió la puerta de la habitación y alguien encendió la
luz. Era Arigó. Tenía los ojos vidriosos y llevaba en la mano una navaja. Lo
curioso es que Bittencourt no sintió miedo. Arigó empezó a hablar con marcado
acento alemán y en un tono muy diferente a su voz normal. Dijo que era una
emergencia y tendría que operar ahí mismo. Después Bittencourt se desmayó.
Cuando volvió en sí, vio que el saco
de su pijama estaba cortado y manchado de sangre, y le habían hecho una limpia
incisión hacia la parte posterior de su caja torácica. Se vistió y fue a la
habitación de Arigó.
Al principio éste pensó que
Bittencourt estaba borracho. Pero, ya en su habitación, vio la incisión y la
pijama manchada de sangre y se dio cuenta de que decía la verdad. Sin embargo,
no recordaba haber ido a su habitación y negó haber tenido nada que ver en tan
extraño asunto. Bittencourt, desconcertado, tomó el primer avión para Río de
Janeiro con el fin de ver a su médico.
Arigó estaba asustado. Tal vez había
llevado a cabo la operación hallándose en una especie de trance; quizá a
aquello lo habían estado conduciendo los sueños y las voces. Sólo podía rezar
para que no le hubiese ocurrido nada malo a Bittencourt.
Las noticias no se hicieron esperar
mucho. El médico había tomado radiografías y estaba altamente satisfecho del
resultado de lo que suponía que era la cirugía estadounidense. El tumor había
sido extirpado, explicó al asombrado Bittencourt, “mediante una técnica
desconocida en Brasil” y las esperanzas de recuperación eran ahora muy
grandes. Entonces Bittencourt contó a su médico lo sucedido y no sólo a él,
sino a cuantos quisieron escucharlo.
Todos los periódicos de Brasil lo
publicaron.
En Congonhas el párroco de Arigó, el
padre Pernido, se lo tomó bastante en serio para prohibirle llevar a cabo más
operaciones. Pero ¿cómo podía dejar de hacer algo que no recordaba haber hecho?
Los espiritistas locales lo saludaron como a un auténtico médium; y aunque
rechazó sus pretensiones, las visiones del doctor Fritz continuaron.
Durante los seis años siguientes Arigó
vio hasta 300 pacientes al día y, para dar cabida a aquella verdadera multitud,
tuvo que trasladar su “clínica” de su casa a una iglesia vacía que había
enfrente. Después, en 1956, por presiones de la clase médica y de la iglesia
católica de Brasil, fue acusado de práctica ilegal de la medicina.
-¿Cómo trata usted a sus pacientes?
–le preguntó el juez Eleito Soares.
-Empiezo por decir el padrenuestro
–respondió Arigó--. A partir de ese momento, no veo ni sé nada más. Los demás
me dicen que escribo recetas, pero yo no lo recuerdo. –Hablaba en serio.
--¿Y qué me dice usted de las
operaciones?
--Ocurre lo mismo. Me encuentro en un
estado que no comprendo. Sólo quiero ayudar a los pobres.
--Pero está usted haciendo aquello de
que se le acusa, ¿no es cierto?
--No soy yo quien lo hace. Yo soy
sólo un intermediario entre la gente y el espíritu del doctor Fritz.
El juez seguía inconmovible. ¿Podía
Arigó hacer que el doctor Fritz apareciese en la sala para interrogarlo? La
prensa brasileña publicaba reportajes sobre el juicio y numerosos testimonios a
favor de Arigó. Según J. Herculano Pires, profesor de historia y filosofía de
la educación, “es simplemente ridículo negar que el fenómeno Arigó existe.
Especialistas médicos, periodistas famosos, intelectuales y políticos
destacados han presenciado los fenómenos de Congonhas. Nos es imposible negar
la realidad de lo que hace”.
A pesar de la publicidad favorable,
Arigó fue condenado a 15 meses de cárcel y multado con 5000 cruzeiros. El
tribunal de apelaciones redujo posteriormente la pena a 8 meses y concedió a
Arigó un año de libertad condicional antes de empezar a cumplirla. Durante ese
periodo solo podría salir de Congonhas con permiso del juez y tendría que
abandonar por completo sus actividades.
Efectivamente, las abandonó por algún
tiempo, y volvió a sufrir los dolores de cabeza. Al cabo de una temporada, y
dado que la policía local parecía hacer la vista gorda, empezó a ver a
escondidas a sus pacientes, pero, al menos al principio, se abstuvo de operar.
En mayo de 1958 fue indultado por el presidente Juscelino Kubitschek.
En 1961 Kubitschek no estaba ya en el
cargo, y las autoridades religiosas y médicas volvieron a presionar para que se
tomaran medidas contra Arigó. Pero fue difícil encontrar a alguien que quisiese
declarar contra él, y durante meses la nueva investigación apenas avanzó.
Después, en Agosto de 1963, Arigó operó a un investigador estadounidense, el
doctor Andrija Puharich, y esa operación volvió a llevarlo a las primeras
planas de los periódicos.
Puharich, investigador de los
fenómenos parapsicológicos y licenciado en medicina por la Northwestern
University de Illinois, había oído hablar de las notables curaciones de Arigó y
fue a Congonhas para verlo por sí mismo. Arigó le dijo que él y sus tres
acompañantes podían observarlo todo el tiempo que quisieran y hablar con
cualquiera de sus pacientes.
El primer día de su investigación,
Puharich y sus amigos se encontraron con casi 200 personas esperando que Arigó
abriese su clínica a las 7 de la mañana. Cuando todos entraron en la iglesia
abandonada, Arigó les dijo que, aunque era Jesús quien llevaba a cabo las
curaciones que se le atribuían, no le preocupaban las creencias religiosas de
los pacientes. “Todas las religiones son buenas ¿no le parece?”, dijo antes de
pedirles que rezasen con él el Padrenuestro. A continuación se retiró unos
momentos a su cubículo privado.
Cuando reapareció, Puharich se quedó
sorprendido. Ahora su porte era solemne e imponente y su tono cortante. El
intérprete notó un marcado acento alemán en su portugués, con el que se
mezclaban palabras y frases sencillas en alemán. Arigó condujo a los
investigadores a su sala de tratamiento. “Vengan”, dijo, “Aquí no hay nada que
ocultar. Me alegra que ustedes lo presencien.”
Lo que Puharich vió ese día lo dejó
asombrado. El primer paciente era un hombre de edad a quien Arigó empujó
bruscamente contra la pared. Después tomó una cuchilla de raspar pieles, de
acero inoxidable, de diez centímetros de largo, y se la insertó al viejo entre
el globo ocular y el párpado izquierdos, raspando y presionando hacia arriba
dentro de la cuenca con gran fuerza. Pero el paciente parecía imperturbable. Al
fin Arigó retiró el cuchillo, vio una mancha de pus en la hoja y dijo al viejo
que se pondría bien. Después limpió la hoja en su camisa y llamó al siguiente.
Puharich examinó el ojo. No encontró
sangre ni heridas. La operación había durado menos de un minuto.
Arigó trabajó de esa manera durante
toda la mañana, sin usar anestésicos ni tomar la menor precaución contra las
infecciones. Por lo que pudieron ver los investigadores, no utilizaba ningún
tipo de sugestión hipnótica. Los pacientes apenas sangraban y no parecía sentir
dolor. La mayor parte de las veces, el tratamiento se limitaba a una receta,
que Arigó escribía a gran velocidad y sin la menor vacilación. A las once
anunció que la sesión había terminado y volvería por la tarde, cuando acabase
su trabajo en la oficina de beneficencia del gobierno (que se sepa, Arigó nunca
aceptó dinero por su trabajo médico). Tan pronto como abandonó la clínica,
perdió su acento alemán y sus modales imperiosos y surgió de nuevo su
acostumbrado carácter abierto y natural.
Por la tarde, Puharich y un
periodista de Sao Paulo, Jorge Rizzini, instalaron una cámara de cine en la
sala de tratamientos. Si Arigó no era más que un experto prestidigitador,
tratarían de filmar sus trucos. Arigó trabajó hasta la una de la madrugada. En
un solo día había atendido a unas 200 personas.
Puharich se sentía desconcertado.
Sabía que un estudio convincentemente completo del trabajo de aquél hombre
asombroso iba a exigir mucho más tiempo, dinero y equipo de los que tenía a su
disposición. ¿Qué otras pruebas podría hacer antes de regresar a los Estados
Unidos? Tenía un pequeño tumor en la parte interior del codo derecho, de los
llamados lipomas, benigno pero molesto. Decidió que al día siguiente pediría a
Arigó que se lo extirpase. Haría en persona de conejillo de Indias.
Arigó accedió sin vacilar a llevar a
cabo la operación. “Por supuesto”, dijo, “¿Tiene alguien una buena navaja para
usarla con este americano?” Le ofrecieron varias, y Arigó eligió rápidamente
una. Puharich sintió un repentino escalofrío, pero ya no podía echarse atrás.
Se cercioró de que Rizzini tenía lista la cámara de cine.
-Remánguese, Doctor.
Puharich hizo lo que le mandaban y se
dispuso a presenciar la operación, pero Arigó le dijo que mirase a otro lado.
Menos de diez segundos después,
Puharich notó que Arigó le ponía algo húmedo y resbaladizo en la mano. Era el
lipoma extirpado. Al mirarse el antebrazo, vio un corte limpio de menos de dos
centímetros del que apenas brotaba un hilillo de sangre. No había sentido el menor
dolor.
Los estadounidenses se fueron de
Congonhas esa misma tarde. Puharich vigiló cuidadosamente la herida de su
brazo. Como Arigó no había empleado antisépticos estaba alerta a los primeros
indicios de infección. No aparecieron. A pesar de las condiciones
antihigiénicas y de no haber usado puntos de sutura para cerrar la incisión,
curó rápida y limpiamente.
En Sao Paulo, Puharich y sus amigos
vieron las películas que había tomado Rizzini. No pudieron encontrar la menor
prueba de fraude. La prensa no tardó en llenarse otra vez con el nombre de
Arigó y los detalles de su operación al médico estadounidense.
Los tribunales se vieron de nuevo
espoleados para actuar, y el 20 de noviembre de 1964 Arigó fue condenado a 16
meses de cárcel. Sólo se le permitió abandonar la sala de audiencia para
despedirse de su mujer y de sus hijos, pues debía empezar a cumplir la condena
inmediatamente. Fue a su casa, se despidió y espero la llegada de los policías.
Pero en la policía de Congonhas no
había un solo hombre dispuesto a llevar a Arigó a la cárcel, y la policía
estatal se resistía a cruzar por entre la muchedumbre que se había reunido
delante de su casa. Arigó se impacientó, y acabó por ir él sólo a pie a
prisión.
Incluso en la cárcel, Arigó siguió
con su trabajo. Cuando apaciguó un motín, el director le dio permiso para salir
siempre que quisiera. Arigó aprovechó raras veces este permiso, y siempre para
visitar a quienes lo necesitaban. Mientras los celadores se hacían los
distraídos, empezó a tratar a los presos enfermos, y más tarde a la gente que
esperaba frente a la cárcel.
Arigó fue puesto en libertad en
Noviembre de 1965. Poco después regresó Puharich a Congonhas con un ayudante.
Pensaba comprobar la capacidad de Arigó para diagnosticar los padecimientos de
sus pacientes, actividad que no era probable que desatase las iras de la
sociedad médica brasileña. En la prueba, Arigó hizo un diagnóstico verbal
inmediato de cada paciente que se situaba frente a él. De un millar de ellos,
elegidos al azar, 545 habían traído consigo sus historias médicas oficiales; en
518 casos el diagnóstico de Arigó coincidió con el del médico del paciente.
Puharich le preguntó cómo podía hacer esos diagnósticos y expresarlos en
lenguaje médico moderno. “Eso es fácil”, dijo Arigó, “Escucho lo que me dice la
voz del doctor Fritz y lo repito. La oigo siempre en mi oído izquierdo”:
Siguieron nuevas pruebas de la
capacidad de Arigó, esta vez empleando toda una batería de instrumentos:
electroencefalógrafo, electrocardiógrafo, equipos de rayos X y de determinación
del grupo sanguíneo, microscopio, grabadoras y cámaras. Se hicieron pruebas a
los pacientes antes, durante y después del tratamiento, y Arigó demostró ante
las cámaras su técnica quirúrgica en toda una variedad de tumores, quistes,
cataratas y otros padecimientos.
La prensa descubrió lo que ocurría y
una horda de reporteros y cámaras cayó sobre Congonhas. Fue imposible continuar
la investigación. Puharich volvió a Sao Paulo con sus pruebas y se las enseñó a
un cierto número de profesionales interesados, entre ellos un oftalmólogo, un
físico nuclear, un médium, un psiquiatra y un cardiólogo. Sólo pudieron
convenir en que las curaciones de Arigó eran reales.
A su regreso a Nueva York, Puharich
mostró las películas en color del trabajo de Arigó al doctor Robert Laidlaw,
antiguo director de psiquiatría del hospital Roosevelt. Laidlaw observó que la
cara de Arigó tomaba una expresión muy extraña cuando operaba, que sus manos y
dedos se movían con asombrosa rapidez y destreza, aunque estuviera mirando a
otra parte, y que las incisiones que hacía parecían “pegarse” por sí solas sin
necesidad de sutura. No pudo explicar cómo había adquirido Arigó una destreza
quirúrgica que superaba a la de muchos profesionales. También él quedó
desconcertado.
Contra la posibilidad de que Arigó
fuese sólo un hábil mago están los siguientes hechos: que indiscutiblemente
curó a numerosas personas, que hacía incisiones reales, que apenas sangraban y
sanaban a pesar de lo antihigiénico de las condiciones; que sus pacientes
experimentaban muy poco o ningún dolor en el curso de la intervención y
después, a pesar de la falta de anestésicos; que era capaz de diagnosticar las
enfermedades a primera vista y escribir prescripciones acertadas, a pesar de
haber tenido poca educación escolar y ninguna médica, y que por lo que se sabe,
nunca aceptó dinero por su trabajo médico, sino que mantenía a su familia
trabajando en un empleo común y corriente.
José Pedro de Freitas - Arigó- murió en un accidente de automóvil
el 11 de Enero de 1971.
Fuente:
"Inverosímil, fenómenos inexplicables" Selecciones del reader´s
digest